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mardi 28 octobre 2008

Técnicas tradicionales de construcción a orillas del Bobos

Al parecer muchas personas han aprendido, en el presente, a admirar el trabajo que los colonos efectuaron en la región Jicaltepec – San Rafael y también un gran respeto pour su forma de vida.

El texto a continuación, es un resumen del capítulo # 10 del libro “San Rafael y yo”, de Julio Simonin Sala y que nos narra como eran construídas esas casas tan características de nuestra zona. En la actualidad, son contadas las casas “sobrevivientes” y en buen estado en San Rafael. Nautla, Jicaltepec, Paso de Telaya y Mentidero, cuentan aún con algunas viviendas construídas de esta manera, aunque ya en bastante mal estado. Un patrimonio que debemos esforzarnos por apreciar y repertoriar, si no nos es posible hacer algo por preservarlo.

Elizabeth Simonin Maitret.

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Como eran las casas y el alumbrado

Las casas en toda la zona que colonizaron los franceses eran muy diferentes en su forma y contrucción de las del resto del país. Al emigrar, los fundadores trajeron sus modos de vivir, de trabajar, de alimentarse y hasta su arquitectura teniéndose que adaptar a los materiales de la zona, fabricando ellos mismos muchos de los objetos que les hacían falta.


Su forma era muy sencilla. Casi todas rectangulares, con techos de teja de los llamados de cuatro aguas, puertas y ventanas de madera, pisos de ladrillos cuadrados y pintados con “congo rojo” colorante que se extrae de la semilla del achiote (Bixa orellana) algunas con la cocina contruída separadamente y un pozo entre ésta y la casa. En algunos casos el pozo se encontraba dentro de la cocina y a veces se le situaba en el patio, con un pequeño techo para protegerlo del sol, para que no hiciera lama; con su carretilla, cuerda y cubeta para sacar el agua a fuerza de brazos.

Las paredes eran de ladrillo, con revoque y pintadas con cal blanca o de colores; muchas de ellas tenían todas las puertas alineadas en el centro de las habitaciones de manera que, si estaban abiertas, se veía de extremo a extremo de la casa, lo cual las hacía más frescas ya que corría bien el aire, pero lo que las hacía al mismo tiempo sumamente incómodas, pues tenían pocas opciones para acomodar los muebles; sobre todo las camas.

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Las tejas planas con las que techaban, tenían las puntas redondeadas lo que les daba la apariencia de escamas de pescado. Los caballetes que formaban las cuatro vertientes del techo eran de teja de canal, pegadas con cal de ostión. Las puertas y las ventanas eran de madera, la mayoría de las cuales no tenían cristales y cuando se cerraban a causa de las tempestades o el frío, se quedaba la casa casi a oscuras, aunque fuera de día. La madera de cedro rojo era comunmente utilizada a causa de su durabilidad.


Algunas poseían una escalera fija que daba al indispensable tapanco o desván, penetrando en él por una pequeña puertecita practicada en lo que sería el piso de dicho tapanco; disposición muy útil tanto para guardar algunas cosas como para arreglar el techo desde adentro, ya que las tejas se rompían a menudo y había que reponerlas. Ciertos techos tenían ventanitas en forma de casita para palomas lo que refrescaba un poco y de esa manera, hasta podía aprovecharse esa pieza para una pequeña habitación o recámara.


En cuanto a la construcción, se procedía de la siguiente manera: se trazaba la forma y la dimensión de la casa en el terreno escogido y se enterraban unos esquineros, también llamados horcones, de madera de encino, que medían cerca de cuatro metros de alto, tres de los cuales iban fuera y el resto era enterrado. Esta última parte se dejaban redonda –o sea, con la forma natural del árbol- y la parte saliente se labraba con hacha o sierra de mano, hasta dejarla de forma cuadrada, de unos dieciocho a veinte centímetros por cada lado. Si la casa era muy larga, le ponían dos horcones estratégicamente situados. Estos horcones llevaban en la parte superior una muesca para recibir la viga cargadora. Era un sistema bastante efectivo, pues esas casa han aguantado muchas crecientes del río, varios ciclones y hasta temblores de tierra.


Los ladrillos los pegaban con una mezcla de arena, ceniza y cal de concha de ostión, pues no contaban ni con cemento ni con cal de piedra. Esa cal la fabricaban ellos mismos procediendo de la manera siguiente: iban en panga a los esteros cercanos –a la desembocadura del río Bobos– y regresaban con la embarcación llena de ostiones vivos y de conchas de ostiones muertos; claro está, aprovechaban los primeros para alimentarse. Una vez todas las conchas vacías, las quemaban en una fogata de leña cortada en el mismo rancho. Las conchas quemadas eran mezcladas con la ceniza y con arena del río. Una vez molidas y agregando agua, se obtenía una mezcla que les servía para pegar los ladrillos de las paredes, de los pisos, los caballetes o cualquier clase de obra de mampostería.


Cada vez que hablo de un producto que les era necesario a los colonos, no se trataba nada más de ir a comprarlo a la tienda o a la maderería, sino que tenían que pasar por un proceso laborioso, largo y cansado antes de obtener todos esos materiales indispensables. Nuestros antecesores eran gente acostumbrada al trabajo; hombres y mujeres cumplían con las tareas pesadas como si fuera la cosa más natural del mundo y algunos hasta morían trabajando.


Pero continuemos con la contrucción de las casas. Una vez puestos los horcones, se colocaba una o más vigas cargadoras de un extremo al otro de la casa. Las vigas medían por lo regular cinco o seís metros de largo; encima de esas vigas cargadoras se ponían las vigas travesaños, del mismo ancho que la casa para que no hubiera empates, ya que recibían gran parte del peso de la estructura del techo y eran la base del tapanco. Arriba de todo eso iban los polines o alfardas, que le daban la forma al techo. Encima, se clavaban las alfajillas, que eran una tiras de cedro y sobre ellas se ponían las tejas.


Como entre las vigas cargadoras y el tapanco quedaban unos espacios de unos quince centímetros del altura y entre viga y viga unos de setenta centímetros de largo, estos espacios raramente se tapaban, sirviendo así de ventilación en el verano. Lo desagradable venía durante el invierno pues eran períodos de bastante viento, enfriándose mucho las habitaciones y como tampoco tenían tela mosquitero, los insectos se metían con facilidad, lo que obligaba al uso de pabellones en las camas.


Por todos esos espacios en el techo, más las puertas y ventanas abiertas, se colaban moscas, mosquitos, abejas, avispas, maribombas y las molestas caza-arañas, que hacen largos nidos de tierra en todos los rincones que pueden y hasta en la ropa colgada. Esas avispas no pican, pero las mujeres las combatían con doble empeño, porque les llenaban de nidos de tierra repletos de arañas su vestido o su sombrero más apreciado.


Cuando les relato lo anterior, cualquiera puede pensar que los colonos vivían en constante angustia, y más si les digo que del techo caían a veces alacranes, ciempiés y una que otra culebra o víbora pequeña, pero no era así. Se aprende a vivir tranquilo aún en ese medio.

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En cuanto al alumbrado, es poco lo que hay que decir, pues se usaba el quinqué, un artefacto de vidrio con una base y un espacio para llenarlo de petróleo diáfano, adicionado de una mecha plana y un sistema que permite irla sacando según se quema y una bombilla de vidrio transparente. No daban mucha luz, con ese alumbrado se cocinaba, se leía, se bordaba, se nacía y se moría.

Quien no tenía quinqués usaba el candil, también llamado chivo, un simple bote de hojalata con una oreja para meter el dedo al transportarlo –como una taza–, un pequeño cuello, una corcholata encima y un tubito en la punta que era por donde salía la mecha y que consumían también petróleo diáfano.


Muy pocas casas poseían servicios sanitarios en el interior, lo que ocasionaba muchas molestias e incomodidades, sobre todo a los enfermos o cuando había mal tiempo. Los excusados estaban en el fondo del patio, lo que obligaba al uso del bacín o bacinica y que afortunadamente desapareció en aquellos hogares que tienen ahora servicios sanitarios más modernos. Prueba de que el progreso nos aporta, a veces, muy buenas cosas.